Capítulo XI:
Hielo.
El cielo de Forks se encontraba cubierto por gruesas nubes negras. El aire corría con fuerza, revolviendo los cabellos de los habitantes del pequeño poblado. Poca gente se encontraba fuera de casa, pues la tormenta era tan que no dejaba mucho lugar al cual ir. Era habitual que lloviera, pero no con tanta fuerza. Sin embargo, eso no parecía molestar a la chica castaña que avanzaba entre los altos árboles del bosque tras su casa.
Sus pies pasaban sobre charcos de agua estancada, ensuciando sus zapatos nuevos. Iba calada hasta los huesos, con la ropa pegada a su escultural figura. Sus largos cabellos castaños se removían inquietos por culpa del viento. Sus ojos dorados estudiaban con atención aquél camino repleto de piedras y troncos caídos.
Seguía caminando, ajena al frío del exterior. Su dura piel parecía jugar competencias con el agua, todo para descubrir cuál de las dos se encontraba más helada. A veces se preguntaba que sentiría de ser humana, pues hacía mucho tiempo no le tocaba pasar por algo así. Posiblemente estuviera muerta de frío, bajo una gran colcha y con una taza de chocolate caliente entre las manos. Sonrió al recordar cuando era capaz de hacer aquello.
-Isabella.- llamó una voz, nombrándola. Ella se giró, topándose con aquella encantadora joven de revoltosos cabellos negros y finas facciones de duendecillo. Sonrió en respuesta, saludándola en silencio. –Estás empapada.- dijo Alice, riendo divertida por el aspecto de la castaña. –Ven conmigo.- la sujetó de la mano y la condujo al prado donde se encontraba el resto.
Saludó a Esme primero, pues era quien se encontraba más cerca. La atractiva mujer de cabello color caramelo la recibió con un gran abrazo y un beso en la mejilla. –Me alegra que hayas venido, Bella.- había dicho ella, sin apartar esa sonrisa maternal de su rostro en forma de corazón.
-No me perdería el juego por nada.- respondió la chica, despreocupada. Sabía que los Cullen solían jugar béisbol cuando hacía buen clima, es decir, los días de tormenta. Así los fuertes impactos del bate contra la pelota asemejarían el horrible sonido de los truenos. Recordó cuando aquellos ruidos no la dejaban dormir, y como su madre solía acurrucarse a su lado para que ya no tuviera miedo. Definitivamente, los días de lluvia eran su punto débil.
-¿Qué dices, Bella?- preguntó Edward, mirándola con un peculiar brillo en sus ojos de oro fundido. Ella sonrió, incapaz de dar respuesta a la pregunta que desconocía. Él lo entendió de inmediato, soltando una leve risita que captó la atención de todos. –Te preguntaba si deseas jugar.- esa sonrisa torcida que a ella tanto le gustaba permaneció bailando en sus labios, intentando convencerla de unirse a aquel llamativo juego.
-Prefiero ver.- dijo por fin, ganándose una cálida mirada de Esme, quien siempre se quedaba fuera de aquella práctica tan americana. Carlisle Cullen, en compañía de los dos rubios de la familia, formaban el primer equipo; los 'hermanos' Cullen eran el segundo. Tres contra tres, hermanos contra hermanos, compitiendo entre ellos, vampiros jugando béisbol.
-Realmente le haces feliz, cariño.- escuchó pensar a Esme, la madre de Edward. Sonrió, algo cohibida por aquella confesión tan silenciosa. –Aunque no lo creas, él ha cambiado. Y puedo notar que tú eres la causa de esa sonrisa que ahora siempre luce en su rostro. Y ese brillo en sus ojos…- ella no continuó, notando la turbación en el rostro de su compañero. –Disculpa.- pronunció de forma rápida, para luego volver a centrarse en el juego.
Isabella se alejó de Esme, sintiéndose extraña en su presencia, pero sólo lo suficiente para aún poder ver el juego. Se centró en los bates que golpeaban una y otra vez las pelotas, así como la forma y velocidad con que estas surcaban el aire y desaparecían de la vista. Sonreí cuando veía a Edward correr y regresar con la pelota en su mano, victorioso.
-Ella realmente es especial para él.- pensó Rosalie, mirando discretamente a la chica de orbes profundas. –Supongo que la ama. - se encogió de hombros, volviendo al juego.
-¿Ella sentirá lo mismo que él? - se cuestionó Jasper, mientras esperaba tras la primera base. –Ella parece tan despreocupada, tan perdida y él… Edward se ve como un tonto enamorado. Es un poco vergonzoso.- el Hale se rió de su propio chiste, divertido.
Edward también escuchaba los pensamientos de su familia y eso, a pesar de lo acostumbrado que estaba, lograba ponerlo incómodo. Ya no por lo que se decía, sino porque Bella también debía estarlos escuchando. –Tranquila, no debes hacerles caso. - pensó para ella, buscando su mirada. No la encontró, pues ella jamás volteó a verlo. Suspiró algo desilusionado y centró su atención en la pelota que Emmett estaba por lanzarle.
La lluvia cesó cuando Carlisle empató el marcador. Todos bufaron, decepcionados por el empate. Sabían que pronto volvería a llover y podrían continuar ese juego, pero ahora debían conformarse con el resultado. El líder de aquel Clan de vampiros vegetarianos abrazaba por los hombros a su esposa, demostrándole todo su afecto. Emmett besaba a Rosalie con una pasión desbordante. Alice abrazaba a Jasper, contándole los planes que tenía sólo para ellos dos.
Edward bufó ante esas parejas melosas, buscando, mientras, a Bella con la mirada. Ella se encontraba a varios metros, cabizbaja. Corrió hacia ella, deteniéndose justo enfrente. Ella no levantó la mirada y él no la obligó a hacerlo. Se quedaron así por minutos que parecieron eternos, en un silencio sepulcral. Él, preocupado por su condición; ella, nerviosa por sus dudas.
Y justo cuando Edward tocó su hombro, Isabella alzó el rostro. Sus ojos chocaron con los del otro; dorado contra dorado. Él sonrió, acariciando las suaves mejillas de la muchacha. Ella, por su parte, suspiró. Edward fue acercando su rostro, hasta que sus labios estuvieron a escasos centímetros de los de ella. Bella acortó la distancia que los separaba, dejándose deleitar con el néctar de su boca.
Cuando aquel beso fue roto, ella se atrevió a hacer la pregunta que tanto temía. –Edward, ¿acaso tú…?- se detuvo, aún dudando si debía proseguir. Él le dio ánimos, sonriéndole de esa forma torcida, tan sexy. -¿Me amas?- sus palabras flotaron en el aire. Pasaron uno, dos, tres segundos. Él se encontraba mudo, convertido en una estatua de hielo. Ella no le miraba, aún esperando una respuesta que no sabía si iba a llegar.
-Bella.- habó él por fin, posando una mano en su mejilla. –Te amo más que a nada en este mundo.- le besó la frente, esperando su reacción. Ella sonrió, alegre, emocionada, enamorada. -¿Tú me amas?- le devolvió la pregunta, sonriendo. Ella asintió. -¿Qué tanto?- cuestionó, inconforme, curioso.
-Más de lo que tú puedes amarme.- repuso ella, besándole el pecho. Él se rió, pensando que aquello no podía ser verdad. –Sabes que no miento.- dijo ella, ofendida.
-No, no lo sé.- le respondió él. –No puedo leer tu mente.- se burló, molestándola.
-Pero puedes ver en mis ojos la verdad.- aquellas simples palabras lo desencajaron. No esperaba una respuesta como aquella; no, no de ella. Sonrió como tonto una vez más, ofreciéndole la mano para volver a casa. Ella la tomó, observando sus dedos entrelazados. Y supo que ahí era donde debía estar, ahí con él, de esa forma.
Caminaron juntos hasta la casa de los Cullen, acompañados por un cómodo silencio y un cielo que comenzaba a despejarse. Llegaron mucho después que el resto y también mucho más sonrientes. Todos los miraron y también a sus manos, pero no efectuaron comentario alguno. Sabían que ese par era un tanto peculiar, pero que debían estar uno junto al otro. No había nadie más allá afuera esperando a Bella, pues Edward ya lo había hecho toda su vida.
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-Tu familia realmente te quiere.- había señalado Isabella, mirando por el gran ventanal de la habitación de Edward. –Lo sé por… sus pensamientos.- aquella simple confesión parecía avergonzarla, como si ella tuviera la culpa de escucharlos a casa segundo.
-A ti también.- dijo él, abrazándola por la espalda. –Eres lo mejor que nos ha pasado.- susurró en su oído, ganándose una mirada de reproche en el reflejo del cristal. Sonrió sólo para ella, mostrándole sus blancos y perfectos dientes. Ella se rió, de forma tan hermosa que a él le dolió.
-¿Qué pasará cuando debe irme?- preguntó ella, bajando la mirada. -¿Pensarás en mí cuando esté en Italia?- aquello rompió el corazón del joven de cabello cobrizo.
-Aún quieres irte.- habló, apartándose de ella. Bella se giró, viendo su espalda. –Supongo que no puedo cambiar eso.- repuso con voz amarga. Ella se acercó y le hizo frente, buscando esos ojos que alguna vez, años atrás, fueron verdes.
-No quiero irme, pero debo hacerlo.- susurró ella, acariciando su rostro. –Es mi deber como Vulturi.- aquello no pareció suficiente para él.
-¿Y cuál es tu deber contigo misma?- le cuestionó, retándola con esos fríos ojos negros. Ella bajó el rostro, sintiéndose impotente. Se dio la vuelta y dejó la habitación, bajando la escalera ante la atenta mirada del resto de la familia. Todos habían escuchado aquella conversación, llegando a la misma conclusión. Edward bajó minutos después, pero ella ya no estaba cerca para disculparse.
Se dejó caer en uno de los sillones, siendo regañado mentalmente por cada vampiro presente. Sabía que Isabella se encontraba ahí con el fin de exterminar a aquellos neófitos que amenazaban el pueblo y agradecía enormemente haberse topado con ella en su camino. En ese momento se preguntó por qué ella seguía ahí, a su lado, puesto que había concluido su deber días atrás. Se sintió culpable al saber la respuesta, ella permanecía en ese lúgubre pueblo por él.
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Isabella corrió por el bosque, incapaz de apartar aquella pregunta de su mente. ¿Cuál era su deber consigo misma? ¿A qué se refería Edward con aquella pregunta? ¿Cuál era la respuesta? Se detuvo en mitad de aquella frenética huída, incapaz de ver lo que había detrás de aquellas palabras. Su deber… ¿Cuál era? Siguió el mismo camino, ahora andando lento, mientras reflexionaba.
Horas después llegó a su casa, algo ausente. Subió la escalera sin darse cuenta, para luego entrar a la primera habitación y dejarse caer en la suave cama. Y se quedó ahí, mirando el descolorido techo. Deslizando sus ojos por las desteñidas paredes azules. Sintiendo el colchón bajo su espalda y la almohada bajo su cabeza. Y cerró los ojos, como si quisiera dormir. Permaneció quieta, sumida en sus pensamientos, hasta que unos pasos la alertaron de la llegada de otra persona.
Edward se encontraba subiendo las escaleras en ese instante, deseoso de verla. No se levantó ni abrió los ojos; no se movió ni un centímetro, ni emitió sonido alguno. Él la contempló con tristeza, sabiendo que la había herido. Se acercó a la cama y se tumbó a su lado, abrazándola contra su pecho. Bella abrió los ojos lentamente, contemplando la mirada llena de disculpa de su compañero. Sonrió dulcemente, tratando de mostrarle que todo estaba bien, pero no bastó.
-Edward.- susurró ella, mientras se fundían en un beso cargado de sentimientos encontrados. Ninguno deseaba perder al otro, pero muy en el fondo de sus corazones sabían que tarde o temprano debía pasar. Ella no podía quedarse en Forks, y él no podía ir a Italia. Quizás si pudiera marcharse y formar parte de la guardia Vulturi, como ella, pero eso significaría apartarse de su familia o arrastrarla con él, y ella no lo dejaría hacerlo.
La sintió estremecerse bajo su cuerpo y por un momento se sintió como un adolescente normal, cegado por la pasión. Deslizó una mano por la silueta femenina, deteniéndose en las prominentes caderas de la muchacha. Ella acariciaba su espalda, bajo la camisa de algodón. No iban a detenerse, lo sabían. Siguieron besándose con rudeza, acariciándose con devoción y desvistiéndose con prisa, para luego fundirse en uno solo.
Y así pasaron aquella tarde y el resto de la noche, demostrándose el amor que se profesaban con cada mirada, con cada caricia, cada beso y cada roce. Solo ellos dos, uno junto al otro.
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Los siguientes días no fueron distintos. Emmett y Alice constantemente se burlaban de Edward, intentando molestarlo con sus absurdos recordatorios de su virginidad perdida. Él intentaba no prestar atención, pero solía fallar ridículamente. Sólo la musical risa de Isabella lo calmaba, recordándole, una y mil veces, por qué la amaba.
Carlisle y Esme solían reír junto con ella, notando la felicidad de ambos muchachos. Mientras que Jasper y Rosalie rodaban los ojos y chasqueaban la lengua, rogando al cielo que alguna vez se detuvieran aquellas estúpidas bromas de mal gusto. Principalmente las de Emmett, quien cada vez era menos discreto y más gráfico.
-Vámonos de aquí.- había pronunciado Edward una de esas cansadas tardes, tomando a Isabella de la mano. –Estoy harto de escuchar a Emmett.- Dios, era tan lindo cuando hacía eso. Ella se rió tontamente, observándolo apretar el punte de su nariz con dos dedos. -¿Qué pasa?- le había preguntado, con la curiosidad brillando en sus ojos. Y Bella había negado, divertida.
Caminaron juntos, tomados de la mano, brincando troncos y charcos de lodo. Él guiándola, ella dejándose llevar. Y fue así como llegaron a aquel hermoso lugar, que reclamaron como suyo desde que lo vieron. Era un enorme prado, rodeado por árboles verdes y bellas flores coloridas. En ese lugar todo parecía más tranquilo y normal. Estando ahí eran sólo Edward y Bella, sin problemas ni presiones, sin burlas ni deberes. Eran ellos, sólo eso.
Ambos recostados sobre el suave pasto, observando las finas nubes cubriendo el cielo del pueblo, sintiendo la brisa correr. Uno junto al otro; él acariciando sus cabellos, ella acariciándole el pecho. Unas tontas sonrisas adornando sus labios. Ambos cerraron los ojos, dejando que la paz de aquel lugar los llenara por completo.
Ese sería su lugar secreto y no le hablarían a nadie de él nunca. Podían ir en cualquier momento, juntos o por separado, para disfrutar de esa belleza sin igual. Sería un lugar para pensar en el otro y en uno mismo, para sonreír, reír o desear llorar. Porque en ese lugar se encontrarían con el otro cada vez que fueran y sentirían el amor en el aire al estar ahí.
-¿Sabes cuándo volverás a Volterra?- preguntó él, sentándose para observarla. Ella le imitó, mirándolo directamente a los ojos. Negó con la cabeza. –Ojala nunca lo hicieras.- habló de nuevo, sin dejar de contemplarla.
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Isabella se encontraba en su habitación, leyendo un viejo libro que Esme le había prestado. Mientras la noche daba paso al amanecer, algo cambió en ella. Por alguna razón, su cuerpo ahora parecía distinto. No le dio importancia, pensando que tal vez se había sumergido bastante en la lectura. Sin embargo, una duda surgió en ella cuando clavó su vista de nuevo en aquellas amarillentas páginas.
Se levantó y fue directo al baño, a mitad del pasillo. Su reflejo la dejó sin aliento. La mujer que la contemplaba lucía más pálida y con unas ojeras amoratadas bajo sus brillantes ojos rojos. Se acarició el rostro, comprobando que se trataba de ella. Esos ojos estaban muertos e impregnados de sangre. El brillo que había caracterizado a su mirada por tanto tiempo se había marchado, dejando en su lugar un vacío y una frialdad que jamás había visto.
Buscó los pupilentes violetas, pero no mejoró en nada. Su mirada seguía siendo roja, más perversa que la de los Vulturi. Una furia animal corrió por su cuerpo, obligándola a romper el cristal y partir su imagen en miles de pequeñas copias. Se miró la mano, sintiéndose avergonzada por esa acción tan inhumana. Y la realidad la golpeó de lleno: ella no era humana.
Nuevos sentimientos se apoderaban de ella, convirtiéndola en una esclava de sus impulsos. Se debatía internamente entre ser la de ayer o la de hoy. Quería llamar a Edward y preguntarle que estaba ocurriendo, pero a la vez se decía que él no sería capaz de entender nada. Y le dolía comenzar a pensar en él como un simple estorbo más.
Ese día no fue a la mansión Cullen, lo que extrañó a todos sus habitantes. Alice no la veía en ninguna de sus visiones; no había señal de ella. Edward había corrido hasta su casa, para encontrarla en su habitación, como días atrás. Sólo que esta vez ella no había actuado de igual forma, cuando él se había recostado a su lado, ella, bufando, se puso de pie y desapareció en un parpadeo. Él la había seguido, notando la forma en que ella le ignoraba o le respondía de forma cortante.
El día siguiente había estado en la enorme casa blanca, mirando a todos con esos ojos rojos. Nadie entendía lo que le ocurría, por qué en momento volvía a ser la chica dulce que estaba enamorada perdidamente de Edward, y al siguiente segundo era esa vampiresa sin corazón. Su personalidad y actitud estaba variando. Y esos ojos rojos brillaban con malicia, de forma espeluznante.
Y hubo un momento donde la situación se salió de control. Bella estalló violentamente, afectando a todos por su control de emociones y el de Jasper. Rosalie y Alice empezaron una discusión sin precedentes, Emmett y Jasper se gruñían. Edward la había tomado de la mano para sacarla de ese lugar antes que algo peor ocurriera, llevándola de vuelta al prado que había visitado días atrás.
-¿Qué es lo que te pasa?- preguntó Edward, soltando violentamente su muñeca. Isabella clavó sus ojos rojos en él, mirándolo con un frialdad que no esperaba. Su sonrisa logró asustarlo un poco. Ella parecía toda una cazadora en ese momento, asechando a su presa. Edward apartó su mirada, pensando lo que podría haber cambiado para que ella fuera de hielo, de nuevo.
-Isabella.- una tercera voz pronunció, rompiendo el tenso silencio. Él de cabello cobrizo se giró veloz, observando fijamente a la dueña de aquella voz. Sus ojos se abrieron con sorpresa. Ante ellos, arrodillados sobre el pasto, se encontraban cinco figuras ocultas tras capas rojas. No había duda alguna, ellos eran de la guardia Vulturi.
Isabella sonrió. Y aquello fue lo que más alarmó a Edward. Esa sonrisa siniestra bailando en sus labios.
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